domingo, 28 de febrero de 2010

Los Pequeños Espejos

Breve crónica de un taller literario en prisión.

Las paredes altísimas, manchadas de moho y hollín, rodean los seis patios que conforman la Penitenciaria Cárcel Modelo de Bucaramanga. Divididas cada doscientos metros –por torres de seguridad y guardias armados- estas paredes si pudieran hablar, contarían que la prisión tiene capacidad para 800 internos y en ella, conviven cerca de 2000. Las noches son largas, sobre todo para aquellos que no tienen amigos que los puedan ubicar en alguna celda, o para los que no tienen dinero para apartar un catre, transacción que puede llevar meses de espera, mientras alguien recupera su libertad. “Yo tiré carretera once meses antes de conseguir espacio en una celda” me cuenta Elí Peña, uno de mis talleristas del programa Libertad Bajo Palabra. “¿Qué es eso de tirar carretera Elí?”,”pues profe, dormir en el suelo, en el piso de los baños, en los techos de los patiosdonde sea que uno pueda echarse y dormir… eso es tirar carretera”. Yo le expreso mi indignación, pero él me advierte que tirar carretera es de lo más normal en la cárcel, es como una especie de curso por el que todos deben pasar.

Trabajo en el Colegio San Juan Bosco de la Cárcel Modelo. Soy el director del programa Libertad Bajo Palabra, un taller de escritura creativa donde se comparten lecturas y se escriben historias que se discuten, un día a la semana, durante tres horas. En mi taller, tengo a disposición a treinta internos interesados en la literatura. Hemos leído a Julio Cortázar, a Ambrose Bierce, a Guillaume Apollinaire, a Alberto Salcedo, a Tomás Vargas Osorio. Hemos visto películas de Charles Chaplin, Sergio Leone y John Sturges. Les gusta mucho el cine y no sólo por el placer ocioso que implica, sino porque en las cintas (sobre todo en los western) encuentran una representación de la opresión y el olvido al que están sometidos, situación que no pierden oportunidad para comentar (cada vez que hay película no nos alcanza el tiempo, la conversación es abundante, todos tienen algo qué decir, todos desean ser escuchados)

Junto al colegio de la penitenciaría, se encuentra la cancha de arena donde todos los días los internos trotan, levantan pesas o caminan de un lado a otro. En esta cancha hay una subdivisión cercada por rejas y vigilada por guardias. A este lugar los internos le llaman la jaula. Allí pasan los días los presos más conflictivos, los que pelearon aquella mañana por un puesto en las duchas, los que robaron a otros y fueron acusados, los que se encendieron a cuchillo por alguna rencilla inveterada. Algunos de los convictos de la jaula, pasan el tiempo agarrados a los alambres, observando hacia el colegio.

En cada una de las aulas funciona un grado del bachillerato. Las horas de matemáticas, inglés y sociales son dictadas por internos educados, que aprovechan su condena para enseñar a otros. Hay un grupo dedicado a estudiar la biblia y otro interesado en los derechos humanos.

Minutos antes de empezar el taller, uno de mis muchachos me aborda en la puerta de la biblioteca. Se llama Anderson, tiene 22 años y está condenado a 20 por homicidio. Anderson me cuenta, entre otras cosas, que “me encendí a cuchillo con una gonorrea” y me enseña, con un gesto que media entre el orgullo y la vergüenza, su brazo cubierto de cintas y esparadrapos. Le pregunto a Anderson si prefiere (señalándole la cancha de arena) estar en la jaula o participando del taller. Anderson examina mis ojos y me suelta la respuesta: “Aquí es más tranquilo profe y pa qué, uno cree que los libros son aburridos, pero sabe qué, acá uno lee cosas bacanas”. Invito a Anderson a entrar e inicio el taller.

Leemos Historias de Cronopios y de Famas de Julio Cortázar. Las costumbres de los famas, La alegría del cronopio, El baile de los Famas, La tristeza del cronopio; sus Viajes y su Conservación de los Recuerdos. Jairo Pita, uno de los más interesados, insiste en que “aquí somos desordenados y despreocupados, el único día que medio uno se ordena es en el de la visita, pero ni así… yo soy el más cronopio de todos, profe” y sonríe de oreja a oreja, sintiéndose orgulloso de encajar en esa singular tipología humana, inventada por el argentino que se hizo querer de todos. Jairo Pita es carpintero y le falta poco para recobrar su libertad. Yo le pregunto que si ya pensó en dónde va a poner su taller de carpintería. Jairo me responde, dándose cuenta del tono bondadoso de mi pregunta: “no profe, uno no puede escupir tan alto, además siendo carpintero en este país uno se muere de hambre”.

Continuamos con Manual de Instrucciones. Leemos en voz alta Instrucciones para llorar, Instrucciones para subir una escalera, Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj e Instrucciones para dar cuerda al reloj. Comentamos los breves textos, intercambiamos impresiones y luego del diálogo, les propongo que escriban sus instrucciones para cualquier cosa, lo que se les antoje, lo que se les dé la gana. Los resultados son numerosos. Textos como Instrucciones para seducir una bandida, Instrucciones para ser el mejor sacabolsillos[1] e Instrucciones para meter bareta al penal; hacen las delicias del grupo y nos divierten un buen rato. Estoy interesado en escucharlos a todos y le pido a Anderson que lea su texto, pero él, que inició el taller con muy buen humor, está sombrío y silencioso. Le pido de nuevo que lea su texto, pero niega con la cabeza. Decido dejarlo en paz y seguir con la lectura de los otros.

El taller llega a su fin y después de algunas recomendaciones joviales, me despido. Anderson se pone de pie y me pide hablar en privado. Salimos de la biblioteca: “bueno mano, soy todo oídos”. Anderson se rasca la cabeza, mira el piso y aprieta con sus dedos tatuados, el cuaderno amarillento que sostiene a modo de matamoscas: “uy profe too bien que yo sí hice el ejercicio, lo que pasa es que ando todo azarao… se me mete como el diablo profe, me cambiaron de patio y allá me tienen todo amenazao, no puedo dormir y me tratan mal los guardias, no me gusta que me humillen profe, que me pordebajeen… hablé con la sicóloga pero la nena no me dice ná, sólo que me calme y le pida a Dios sabiduría, pero es que esa sicóloga no me habla con sinceridad… ahí como por salir del paso la piroba esa, uno se da de cuenta cuando la pinta no es sincera profe y esa hijueputa lo trata a uno como si uno no existiera, no lo valoran a uno y eso es muy arrecho profe, yo voy a la capilla y le pido a Dios y le pido a Dios, pero sabe qué... Dios no me escucha profe, Dios no me escucha... vea yo si le quería mostrar el ejercicio, pero es que no lo quería leer delante de todos, vea profe” y Anderson abre el viejo cuaderno, en donde escrito con lápiz se lee con claridad: Instrucciones para matar.

Después de leer las instrucciones, en las que se describe cómo matar a puñaladas, Anderson me aprieta la mano. Yo le doy las gracias. “Too bien profe, gracias por escucharme”.

Salgo del colegio y sigo el camino de cemento que separa los patios, avanzo y voy franqueando las puertas que me llevarán fuera del penal. Los pequeños espejos que se asoman de las puertas enrejadas de los patios 3, 4 y 6, me reflejan brevemente, antes de volver al interior de las paredes altísimas, manchadas de moho y hollín, que resguardan a la Cárcel Modelo de Bucaramanga.



[1] Especie de raponero.


No hay comentarios: