martes, 29 de abril de 2014

Un recodo solitario de la noche


Y aquel sábado, el hombre llegó muy puntual a la cita. 
Llevaba un racimo de flores coloridas, media botella de whisky y un paquete de condones, como signo de buen presagio, como símbolo de un anhelo confesado un par de años atrás. La esperó, mientras recordaba los mechones rojos de su pelo. Atrapados en una colita de caballo, estirándole la piel rosada de la frente, o sueltos y alborotados recortando fragmentos del cielo azul sin nubes. Tantas noches había fantaseado con ese escándalo rojizo cabalgándolo con voracidad. Con esos largos y ondulados cabellos descansando en la almohada junto a él. 
Soñaba que la despertaba acariciándole la oreja. Primero con el índice y el pulgar, luego con los labios y la lengua, luego con los dientes eléctricos que le hollaban en puntas la piel, mientras la giraba por la cintura hacia él, descubriendo las portentosas nalgas, al grueso animal que la esperaba bajo las sábanas. 

Supo que habían pasado tres horas desde que la esperaba. La noche estaba cerrada. Un velo rosado descansaba sobre los techos de la ciudad. La botella de whisky yacía rota en incontables pedazos sobre el pavimento.  Encendió un fósforo y acercó su lumbre a las flores coloridas, y como si fueran cigarrillos, fumó varias veces de sus brasas. Caminó en busca de un puente peatonal, sosteniendo con una de sus manos, un racimo de flores humeantes, al que le sacaba bocanadas de colores. Se instaló en medio del puente y observó la lejanía en donde parecía terminar la autopista. Sacó los condones y los infló con el humo de las flores carbonizadas. Abrió sus manos y los dejó irse. La brisa se fue llevando los globos de latex, como fantasmas obesos, perdidos en un recodo solitario de la noche.